Otra vez enero. Cada año llega más rápido, cada vez un enero
más cercano del otro. Como esos lugares o esas personas que percibimos inmensos
cuando somos chicos y que cuando reencontramos muchos años después no nos
parecen tan distintas al resto de su especie.
Antes enero era como un desierto o un océano. Lo atravesaba
despacio, un poco a la deriva, bajo el sol incandescente y el calor húmedo del
litoral. Mirando alrededor sin distinguir los límites, un largo día similar al
siguiente, a veces tedioso, a veces solitario. Una larga marcha en reposo,
llena de ansiedad por llegar a mañana, por que termine la espera pero sin un
destino claro. En febrero todo empezaba a moverse otra vez, como despertando de
un letargo (porque enero no era más que la noche del año, dormida con pesadez
entre sábanas livianas y ventanas abiertas), de nuevo la existencia del
almanaque tenía sentido.
Hoy enero vuelve domesticado, desprovisto de esa naturaleza
monumental y etérea. Lo atravieso adulta, despabilada, mientras me pregunto
dónde habrá quedado un desierto tan grande, un océano tan vasto. Es posible que
algún día lo vuelva a encontrar, aunque entonces ya me queden pocos veranos por
delante y tenga más paciencia, más ganas de dilatar las horas.
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