viernes, 21 de agosto de 2015

Carnaval toda la vida

Hace unos días anduve por la última edición de la CBB.[1] Fui a ver la charla que dio Leonardo Oyola y, para qué negarlo, a pulir un poco mi costado friki (soy nerd de los libros y del cine, aunque no consumo prácticamente nada de superhéroes). Llegamos temprano y dimos una vuelta, había gente pero se podía circular. Más tarde ya no: la marea de gente, o mejor dicho el pantano, convertía a la acción de moverse en desafío olímpico. Creo que el record lo obtuvo este año un chico por 14’ 52’’ en los 3 metros llanos. Pero bueno, era el último día[2] y además estaba el desfile de cosplay. Que cómo te explico. 
Tratando de transmitirle el concepto de lo que fue el concurso a una amiga que, según ella, hace dos días que se enteró que existía esa palabra, le dije que es como el carnaval, pero con gente que carga mucho comic y dibujito japonés (y fantasía heroica, videojuego, etc, hay mucho para agregar). Ella respondió que seguramente sin los cuerpos esculturales de Río, pero yo prefiero pensar en el carnaval de Venecia o en los barriales. Bueno. El caso es que la lógica más o menos se repite. Antropológicamente, el carnaval es un momento de suspensión y subversión de las jerarquías sociales, un corrimiento de los lugares establecidos por la sociedad para cada uno, durante el cual se visibiliza aquello (situaciones y sujetos) que permanece oculto el resto del año. El aquelarre de los nerds[3] tiene algo de eso. En primera instancia, pone en escena durante algunos días y para toda la ciudad una cultura que, por más miembros que pueda tener o por mainstream que se hayan vuelto las películas de Marvel, permanece desconocida para mucha gente. Porque tu vieja, a pesar que se haya pasado la tarde cosiéndote el dobladillo del traje a máquina porque no llegabas, no tiene idea de quién es Deadpool (no te preocupes que ya está por ponerse de moda). No es solamente que los medios cubren el acontecimiento (más allá de que recién se enteran de la movida y no se sabe bien si es la nota de las colectividades o la del zoológico de Luján), sino porque son las calles (y las redes sociales, desde hace rato flor de ágora), las que cobran nuevo significado al poblarse con la manifestación de eso otro que por regla general es marginal. Los cosplayers van desde la adolescencia hasta bien pasados los treinta; varones y mujeres; son esas personas que tienen un look estrafalario en cualquier momento del año pero también son los otros, los “normales.” Sobre todo son aquellos que no condicen del todo con el estereotipo de lo que deberían ser para su edad/género/actividad/rol social. No en balde el término freak es tan significativo. Lo que para algunos puede resultar una actividad sin sentido, incluso infantil o ridícula, para otros consiste en poder, por cuatro días al año, mostrarse como son, abierta y públicamente. Igual que un superhéroe, la verdadera identidad es develada a la hora de vestir el disfraz. (Acá no puedo dejar pasar la referencia obligada al fantástico monólogo de Bill acerca de Superman).
La convención tiene algo más, una cuestión de ida y vuelta y de construcción colectiva que es necesario destacar. No es un espectáculo, ni mucho menos sólo una feria de comics. Si bien el evento cuenta con los stands, cuyo contenido va de los clásicos hasta las producciones más locales e independientes, y con las actividades programadas (charlas, muestras, clínicas, etc.), su realidad las excede. Resulta que como en muchas ocasiones, lo más interesante pasa en otro lado. Es un acontecimiento social, un lugar de encuentro para los fans donde se refuerzan los intercambios y los vínculos de una comunidad que existe por fuera de la CBB. Funciona tanto como espacio de inserción, casi ritual identitario, como de conexión entre el fandom y los autores/artistas, pero también con los lectores ocasionales, con los que son de un palo amigo y de todos ellos con la sociedad en general.
Carnaval se termina, los pibes y las pibas vuelven a ponerse el traje de bicho raro, de tu compañero de facultad, de la chica que atiende el mini de la otra cuadra o de tu primo adolescente, el que no tiene novia. Pero no te preocupes que seguro tiene un montón de amigos y en la cabeza un universo fantástico que lo va a acompañar toda la vida.[4]


[1] Para el otario que no se enteró, la Crack Bang Boom es una convención internacional de historietas que se viene haciendo en Rosario desde 2009.
[2] Para colmo coincidía con el día del niño; padres, no lleven a las criaturas a un evento así sólo porque va a estar Chewbacca y está nublado.
[3] Si, es una metáfora horrible.
[4] Posdata: creo que gran parte de lo dicho acá, salvando las especificidades, aplica también en otras manifestaciones públicas y colectivas de minorías sociales. Pienso por ejemplo en las manifestaciones por el día del orgullo gay. 

lunes, 17 de agosto de 2015

Escritura automática

Él escribía. No sabía cuántas horas había estado así, ni cuántas páginas había logrado llenar: sólo era consciente de que su vida nunca había dependido tanto de la escritura como en este momento, por el simple hecho de que si paraba de escribir moriría. Ya ni prestaba atención a las palabras. Si al principio había intentado narrar las circunstancias que rodeaban su situación actual, analizarlas, explicarlas, después de un tiempo el relato comenzó a perder consistencia. Enhebraba temas diversos sin tratar de crear conexiones lógicas, o repetía variantes de una misma idea hasta construir un fractal infinito. Después de todo, lo importante era seguir adelante, no parar. Además, una vez superada cierta barrera de resistencia inicial, ya no necesitaba elaborar un concepto en su cabeza antes de plasmarlo, sino que pensamiento y escritura se gestaban en un mismo movimiento continuo, automático. Recordaba un poco esa práctica de espiritismo llamada escritura automática en el que el ser sobrenatural usa el cuerpo de un médium para transcribir su mensaje, que tanto había fascinado a los surrealistas hasta el punto de utilizarlo como ejercicio literario. Él mismo estaba en una especie de trance, con su voluntad sumida en un único imperativo. No sabía cuánto tiempo le quedaba, o cuántas páginas le restaban por llenar antes de que pudiera abandonar su tarea. Tampoco estaba seguro de que pudiera hacerlo en algún momento. Siguió escribiendo, aferrándose a eso que era como un lazo con la vida, a pesar de que tenía la mano acalambrada, dolorida por la presión del plástico. Terminó una hoja de letras pequeñas y amontonadas, casi imposible de leer, la dejó junto a las otras esparcidas por la mesa y el suelo, y tomó una en blanco de la pila. El azul oscuro empezó a empalidecer a mitad de la primera línea. El intentó reforzar el trazo, sin remedio. La lapicera se había quedado sin tinta.