lunes, 12 de enero de 2015

La invasión

Cada vez están más cerca. Desde mi lugar junto a la ventana los distingo bien, merodean la casa con parsimonia, confinados en sus frágiles armaduras. Se mueven con la seguridad tranquila del conquistador, no hay obstáculos para ellos: un tapial puede ser escalado; las rejas y los tejidos, demasiado anchos, son umbrales y puentes; mis plantas su refugio. Parece que mi casa es su hábitat desde hace tiempo. 

Ahora los veo venir con las antenas desplegadas, como tanteando el aire, cerciorándose de que están siguiendo el camino correcto. En la retaguardia se aglomera el grueso de la población, indiferentes a la empresa que están llevando a cabo, en esa lógica del hecho consumado que asumen con tanta naturalidad. La humedad y la lluvia, la luz grisácea que invade la atmósfera generan una agitación inusual en la colonia. Han tomado como base un montón de ramitas secas apiladas en un rincón del jardín. Sin respetar direcciones (de cabeza, de costado) alternan el movimiento con la inspección detenida de alguna hoja, de alguna piedrita. Los más pequeños se deslizan con facilidad entre los huecos del fardo, los mayores esperan sobre la superficie, aunque también es posible que estén escondidos dentro del montón como en un largo sistema de cavernas y túneles. 

Más acá continúa la avanzada.  Los acorazados marchan en una formación dispersa, engañosamente azarosa. Con épica lentitud, bajo la garúa, irán ganando el metro, metro y medio, que los separa de mi ventana hasta apoderarse de ella. Pretenden trepar por la reja, acomodarse en alguno de los heptágonos de hierro que la decoran, o bien seguir hasta el vidrio. En ese caso examinarán con sus antenas, perplejos, el extraño e infranqueable material. Uno a uno comenzarán a subir por él, succionándolo con sus cuerpos viscosos, hasta sumar una o dos decenas de caracoles dispuestos verticalmente, en una simetría casi perfecta.

A menos que de golpe salga el sol, secándolo todo con una luz insoportable, y los obligue a replegarse, a buscar refugio debajo del banco de madera, detrás de las macetas o en la sombra de aquel arbusto, y a posponer la invasión para el próximo día de lluvia.

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