Ana entró en el jardín. Era inmenso. El sol brillaba en lo
alto del cielo. Comenzó a recorrerlo. Los aromas de las mil flores se mesclaban
en el aire tibio. Una cortina espesa de canto de aves amortiguaba el silencio
profundo. Tanta era la paz que Ana no necesitaba hacer ningún esfuerzo para que
el jardín penetrara en ella a través de todos sus sentidos. Hasta que se llenó
tanto de perfume, de viento, sonido, luz y color, de tibieza, de dulzura y de
calma que ya no hubo necesidad de sentidos para sentir, y ya no hubo necesidad
de Ana para ser; sólo hubo jardín. Y mucha luz.
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