viernes, 7 de enero de 2011

Zambullida

Sumergirse en esa otra realidad más pacifica, más calma, intrauterina, primigenia. Otro mundo: el sonido, la luz, la gravedad, la consistencia misma de la cosas se manifiestan y se perciben diferentes. El sol concurre siempre desde arriba, en haces de luz oscilantes que bailan con el oleaje y se multiplican en infinitos reflejos, para apagarse y dejar paso a la oscuridad a medida que se penetra en lo profundo.
Perderse, entonces, en el agua y en una misma; desvanecer la frontera que separa el adentro y el afuera,  lo superficial y lo profundo, para dar paso a una comunión, a una identificación al menos, entre ese mundo de calma y equilibrio y el espíritu por lo general tormentoso del ser humano. 
Anhelo de libertad que puede conseguirse, tal vez, un instante. Luego hay que regresar a la superficie, al mundo de solido suelo, donde el sol quema sin piedad, el viento seca, el ruido se propaga certero y directo, los cuerpos pesan. Pero en ese regreso el alma no es la misma, trae consigo vestigios de ese otro mundo menos tocado por el hombre, más natural y equilibrado. Entonces, ya nada será lo mismo, veremos la crudeza de la superficie con mayor compasión, con mayor belleza.

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