Él escribía. No sabía cuántas horas había estado así, ni cuántas
páginas había logrado llenar: sólo era consciente de que su vida nunca había
dependido tanto de la escritura como en este momento, por el simple hecho de
que si paraba de escribir moriría. Ya ni prestaba atención a las palabras. Si al
principio había intentado narrar las circunstancias que rodeaban su situación
actual, analizarlas, explicarlas, después de un tiempo el relato comenzó a
perder consistencia. Enhebraba temas diversos sin tratar de crear conexiones lógicas,
o repetía variantes de una misma idea hasta construir un fractal infinito. Después
de todo, lo importante era seguir adelante, no parar. Además, una vez superada
cierta barrera de resistencia inicial, ya no necesitaba elaborar un concepto en
su cabeza antes de plasmarlo, sino que pensamiento y escritura se gestaban en
un mismo movimiento continuo, automático. Recordaba un poco esa práctica de
espiritismo llamada escritura automática
en el que el ser sobrenatural usa el cuerpo de un médium para transcribir su mensaje,
que tanto había fascinado a los surrealistas hasta el punto de utilizarlo como
ejercicio literario. Él mismo estaba en una especie de trance, con su voluntad
sumida en un único imperativo. No sabía cuánto tiempo le quedaba, o cuántas
páginas le restaban por llenar antes de que pudiera abandonar su tarea. Tampoco
estaba seguro de que pudiera hacerlo en algún momento. Siguió escribiendo,
aferrándose a eso que era como un lazo con la vida, a pesar de que tenía la
mano acalambrada, dolorida por la presión del plástico. Terminó una hoja de
letras pequeñas y amontonadas, casi imposible de leer, la dejó junto a las
otras esparcidas por la mesa y el suelo, y tomó una en blanco de la pila. El azul
oscuro empezó a empalidecer a mitad de la primera línea. El intentó reforzar el
trazo, sin remedio. La lapicera se había quedado sin tinta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario