En un momento miró al costado y vió por primera vez al chico
del box contiguo. Hacía casi un año que estaba en la oficina y nunca le había
visto la cara. Tenía el pelo y los ojos negros, ojeras, la piel pálida, la
barba apenas crecida. Miró los demás escritorios, el piso alfombrado, el
cielorraso de telgopor. Todo parecía nuevo. Es decir, seguía siendo la misma
oficina apenas limpia, con manchas de humedad y el revoque un poco descascarado
en las esquinas, pero para él era como si fuera la primera vez que la veía. Se
levantó como para despejarse. Pensaba agarrar el camino que hacía siempre, por
la escalera de la derecha hacia el baño de caballeros, pero se acordó que
habían sacado el dispenser. Para arreglarlo porque no enfría o no calentaba el
agua, algo. No quería tomar agua de la canilla, así que en lugar de eso dobló
para la izquierda y empezó a recorrer el piso. No había ido nunca por ese lado,
no sabía si había otro baño, pero igual enseguida se olvido de buscar agua. No
sabía que la oficina fuera tan grande. Caminó, errando, curioseando entre la
gente. Le pareció divertido, se sentía una especie de flaneur en versión indoors.
Era lo más normal del mundo, un tipo por los pasillos, llevando papeles de un
escritorio a otro o yendo a comprar comida, o escapándose para fumar un pucho. Sí,
salvo que no era ninguna de esas cosas, es más, para el tipo en cuestión ni
siquiera estaba claro de qué se trataba. No desentonaba y sin embargo había
algo incómodo, era como estar usando ropa ajena, como ir a una cena de solteros
con tu pareja. Pero al mismo tiempo que se confirmaba en su cabeza la idea de
que no tenía que estar ahí, de lo absurdo que era ese deambular, se dio cuenta
de que nadie le prestaba atención, de que podía hacer lo que fuera que nadie lo
iba a parar. Era una especie de espía que había logrado mimetizarse con el
ambiente, el wallflower con el que hubiera soñado Bond, el perfecto ninja. Se animó a sumergirse en las escaleras piso
abajo. A medida que se alejaba de su box la sensación de descubrimiento era más
fuerte. Ni una cara conocida. Y pasaba por ese pasillo todas las mañanas
(¿pasaba?). Saludó a un par de personas. A una chica le sonrío y le medio guiñó
un ojo, y ella le coqueteó. Nada que ver. Era como no ser él. Ahora, en la
planta baja, entraba un sol bárbaro. La puerta de doble hoja que daba a la
calle dejaba entrar la luz del mediodía, como un reflector que apunta al
escenario. La luz del reflector le dio calor, transpiraba igual que debía
transpirar el maestro de ceremonias antes de presentar el espectáculo principal,
y eso que estaba el aire acondicionado prendido. Bueno, ahora como seguir. No tenía
sentido volver al box, de todas formas ya lo habría ocupado alguien más. Si él
no era de ahí. Siguió caminando, el sol le daba en la cara y quemaba lindo, las
primeras hojas de otoño crujían en las baldosas de la vereda. Sonrío de su
travesura, había estado bien en salir antes de que se dieran cuenta.