jueves, 3 de abril de 2014

De lobos y rutinas

Cuando somos chicos jugamos con el cuerpo y la mente, con todo el ser, como una forma de aunar el sueño y la vigilia. Entonces la vida se hace el momento eterno del juego, que puede reiterarse, alterarse, manipularse al gusto del jugador; es un mundo sui generis cuyo fin ultimo es el juego. En este sentido pienso en el juego como el único modo de escapar a la muerte, esto es, de perder la conciencia de nuestra impermanencia para enfocarnos sólo en el acto de ser. 

Mutatis mutandis seguir una rutina (recorrer todos los días el mismo camino) no es más que una codificación desde el universo adulto del mismo tipo de lógica que la del juego: bajo las reglas que nos impusimos cumplir una serie de acciones que nos llevarán a ser nuestra propia persona (¿o personaje?). Volvemos a buscar una estrategia para huir de la muerte omnipresente en el simple acto de inventarnos un mundo donde ella no tenga lugar. 

Por supuesto, todos pasamos la vida jugando en el bosque mientras el lobo no está (hasta que el lobo termina de vestirse y caza a alguno de la ronda que invariablemente continuará su rumbo). Algunos, claro está, tienen la ventaja o la posibilidad de dar rienda suelta a su imaginación, de flexibilizar las reglas del juego para hacerlo propio. El placer de jugar será mayor para ellos que para otros que se encaprichen porque no les gusta ese juego, porque la mamá no quiere que se ensucien la ropa o porque tal les hizo trampa. Una desdicha mayor para todos debería ser la de aquellos que no entren al patio a jugar porque no poseen zapatillas o porque tienen que ir a pedir monedas. 

A no desesperar: cualquiera sea el caso, terminaremos todos en manos del lobo (feroz no se, lobo nomas). Lo importante, desde mi punto de vista, es que cuando termine el juego podamos echarnos al sol, acalorados, riendo porque el juego fue divertido y porque (valga la redundancia) dejamos la vida en él.