viernes, 22 de abril de 2011

Pirulines bebop

Y justo cuando pensaba en comenzar a jactarme de que nada mas podrá ser sorprendente e innovador en la asepsia intoxicante del mundo moderno, algo en que no había reparado nunca antes se me hace evidente de repente.
Resulta que estamos tomando mates en el parque Scalabrini Ortiz, actividad que practico con devoto ameteurismo, cuando uno de esos personajes tan típicos de nuestra geografía urbana se va acercando paulatinamente en su clásica bicicleta y haciendo sonar una corneta inconfundible. Se trata, claro, del churrero, infaltable en barrios y parques de la ciudad, sobre todo en tardes nubladas de otoño e invierno.
Sin dudas que desde chica los conozco. Pero esta vez se me hizo presente, como una revelación, un elemento nuevo: el sonar de la corneta no era el llano resultado de un soplido potente pero estéril, sino que estaba impregnado de una creatividad propia y única, de diferentes matices y ritmos, con aires de jazz. 
Esta primera vez el hecho llamo mi atención y lo consideré pintoresco, aunque no pensé que fuera mas que un fenómeno aislado. Sin embargo eso estaba lejos de ser cierto. La verdad es que desde entonces no dejo de escuchar a los churreros-jazzistas esparciendo el sonido de sus distintivas cornetas por la ciudad. Cada uno tiene su toque particular. Y a veces, en mágicos momentos del devenir, cuando dos de ellos se cruzan comienza una improvisación dual, un diálogo de sus cornetas detenido en esos breves segundos que transitan en cercanía.
No se si volveré a escuchar a los churreros-jazzistas. Pero estoy segura de que nunca dejaré de pensar en sus rítmicas melodías cada vez que esté lloviznando, prepare mates, y escuche con atención esperando que pase algunos de esos Louis Armstrong en bicicleta y delantal blanco.